La música que oímos también es las personas de las que nos rodeamos.

Yo no me considero ninguna melómana. Mi relación con la música, y con el sonido en general, es compleja y no siempre se explica. Me cuesta mucho trabajo encontrar música nueva porque me saturo de sonidos y abandono las búsquedas. En mis exploraciones con el cuerpo y el movimiento casi siempre habito el (no) silencio, porque cada cosa que escucho se vuelve un estímulo y no siempre alcanzo a procesar los estímulos que recibo. Por otro lado, no soy como esas personas que pueden escuchar algo mientras hacen otra cosa. Cuando la música está ahí no puedo más que detenerme en lo que suena, y si es una canción de la que además me sé la letra, no hay manera de que mi cerebro se concentre en nada más que cantarla. 

Cuando era niña y la música se limitaba a discos y cassettes, se escuchaban en casa la música de protesta latinoamericana de mi madre: Sanampay, Amparo Ochoa, Violeta Parra, Mercedes Sosa; los corridos norteños: ahora solo puedo pensar en los Tigres del Norte y los Cadetes de Linares, y el rock de mi padre: Rolling Stones, Led Zeppelin, Queen (eso que llaman vals de XV años para mí siempre fue Bohemian Rhapsody, aunque no tenía idea de qué decía), que se alternaban con las cumbias y salsas de las fiestas familiares y el pop noventero mexicano del Canal de las Estrellas. Recuerdo con singular amor el final de las fiestas en las que el tío Memo sacaba la guitarra y todos cantábamos. 



En la secundaria tuve nuevos amigos. De mis más memorables momentos de descubrimiento musical, forma parte una mañana de un día sin clases, en la que el Wacko llegó a mi casa con un disco y me dijo "Pon la 3". Era el A la izquierda de la tierra de Panteón Rococó y la 3 era la, ahora famosísima (y choteada), Dosis Perfecta. Me explotó la cabeza. ¿Qué es esto, de dónde salió y por qué yo nunca antes lo había escuchado? De ese disco recuerdo que mi favorita era Aquí nada pasó. 

A través de esos amigos (el Wacko, Cristopher, Memo) fui conociendo una música que no se parecía a lo que yo escuchaba, pero que me daba cierta identidad de algo. Entre otras cosas empecé a ir a toquines de ska y reggae y a emocionarme por entrar a los slams: ¡qué cosa maravillosa esa de bailar y sudar y tocar otros cuerpos cuando una tiene 13, 14 años!  


Cuando llegué a vivir a Querétaro tenía 16 años, mis discos de ska y toda la curiosidad de y por el mundo. Nuestra maestra de música en la escuela era Salomé Hidalgo, nos daba rítmica y solfeo y al final de cada clase nos ponía un disco diferente. Para mí era evidente que todxs ahí sabían mucho más de música que yo. Lo que para mí era una primera vez, era conocido por ellxs: La famosa Carmina Burana, las Suites para Cello de Bach, el Bolero de Ravel. Para mí todo era nuevo y sorprendente, pero no pasaba de anotarlo en mi cuaderno y esperar mejores oportunidades para escuchar en otro momento, con calma. Una mañana, Salomé nos puso el Time Out del Dave Brubeck Quartet. Ese con la famosísima Take Five que a todxs nos hace creer que sabemos algo de jazz. Y de nuevo, después de algunos años, me explotó la cabeza. ¿Qué es esto, de dónde salió y por qué yo nunca antes lo había escuchado? Salí de clase corriendo a averiguar dónde conseguir ese disco... o algo que se le pareciera. 

Por ese entonces tenía un novio con el que fui compartiendo el proceso de aprender algo de jazz: Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis. Claro que en esos momentos ese proceso era lentísimo: no sabíamos bien lo que buscábamos, entonces tampoco sabíamos dónde buscarlo. Pero al menos ya había internet y eso facilitaba un poco las cosas, y él vivía en el DF, así que al menos se enteraba de conciertos y al menos logramos ir a un par, en el que aprendimos que el jazz era muchísimas cosas... y que no todas nos gustaban. 

Pero con el jazz entendí que mi pasión, de entre todas las familias de instrumentos, eran los metales. Que eso que me hacía explotar la cabeza (el cuerpo, pues) eran los saxofones, las trompetas, los clarinetes. No podría escribir sobre los universos que se abren con estas texturas porque me faltan adjetivos, pero a lo largo de los muchos años que han pasado desde estos descubrimientos, me he permitido encontrarme con sonoridades complejas e ir entendiendo que el mismo instrumento puede performarse de muchas diferentes maneras. 

Hace poco, mi amiga Valeria compartió el trabajo de Shabaka Hutchings en su cuenta de Instagram, y me caché deteniendo mi día por un largo momento para escucharlo con calma, para observar su respiración circular, atender el sonido de la percusión de las llaves: para verdaderamente poner atención y abrazar ese amor por los metales, y recordar que la música que oigo tiene todo qué ver con las personas de las que me rodeo. 

  

Ahora es mucho más fácil hacer descubrimientos, aunque también siento que hay tanta, tanta, tanta información en la red, que me saturo y ya no puedo descubrir nada. Para eso me ayudo de lxs amigxs, y agradezco infinitamente lo que comparten, así no siempre tengo que decidir qué escuchar o no. Sobra decir que no soy ninguna experta en jazz o en cualquier otro género, que mi relación con la música y el sonido ha atravesado momentos de franca y abierta guerra, que ahora oigo muchísimas más cosas y que me sigue pasando oír algo por primera vez y pensar: ¿Qué es esto, de dónde salió y por qué yo nunca antes lo había escuchado?



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